jueves, 22 de febrero de 2018

PRECIPICIO...



Noventa y seis pasos a la derecha, veintitrés escalones, una nube de polvo que duró dos horas ante mis ojos, haciéndome toser y estornudar.
Al salir del polvo, eché a rodar ladera abajo, arrastrando conmigo toda esa nieve blanda, que se pegaba contra mi cuerpo, haciendo de mí una gran bola imparable, húmeda y helada.
La bola cayó a un caudaloso y profundo río, con rápidos y piedras puntiagudas, que deshicieron mi capa de nieve y me arrastró la corriente, agarrado a un tronco medio podrido, que flotaba dando vueltas en remolino. 
Escuché un estruendo ensordecedor mientras me acercaba al abismo y justo al llegar al borde del precipicio que iniciaba la cascada, salté, impulsándome con todas mis fuerzas. 
Cerré los ojos para no ver lo que había debajo de mí y noté en mis posaderas el impacto sólido y caliente, volví a abrirlos y descubrí con asombro que iba a lomos de un águila real, que me transportaba de pasajero sin billete ni equipaje. Su plumaje era de un brillo increíble y de una suavidad extrema. Le acaricié la cabeza como muestra de gratitud y pareció molestarse conmigo, dando un brusco giro sobre si y lanzándose en picado mientras chillaba.
No pude sostenerme sobre él a esa velocidad y en esas circunstancias y caí de nuevo, rebotando entre las copas de los árboles. Iba bajando cada vez más, frenando como podía, echando mano de ramas secas, apontonando con codos y talones.
Cuando toqué tierra firme por fin y creí que había llegado el final de mi viaje, se abrió ante mis pies una gran brecha, que crecía persiguiéndome a la carrera, hasta que me engulló, cerrándose de nuevo tras de mi.
Y aquí llevo tres años, escribiendo mis memorias, por si alguien algún día me encuentra vivo o muerto.
Mariajosé E. M.

No hay comentarios:

Publicar un comentario