lunes, 18 de marzo de 2019

APRENDIENDO A VIVIR...



Me llamo Encarna. Nací en un pequeño pueblito de Valladolid y allí me crié, rodeada de mi familia y amigos. 
Me casé bien jovencita, deseosa de salir del hogar y conocer la vida como yo la soñaba. Mi hermana me lo dijo muchas veces; los sueños, sueños son. 

Ricardo no es que fuera el amor de mi vida, pero me pareció un hombre atento y cariñoso. Venía cada tarde a buscarme y paseábamos por el parque.
Lo conocí de casualidad. A él lo contrataron para sustituir al cartero del pueblo, que era ya mayor el hombre, y estaba enfermo. No se recuperó nunca de aquella enfermedad, que lo mantuvo en cama hasta que murió tres meses después, y Ricardo terminó quedándose con la plaza de la cartería. Cuando traía el correo a casa era yo la que le recibía casi siempre, y hablábamos un ratito en el zaguán. Me hacía reír con sus ocurrencias.
Cuando yo no estaba, preguntaba a mi madre o mi hermana por mí, siempre tan educado. A mi madre le gustaba para yerno, pero mi hermana decía que era un simplón y que no pegaba conmigo.

Ricardo era alto, un pelín destartalado, moreno y con un bigote ancho y espeso que le tapaba el labio superior. La primera vez que me besó fue en su oficina de correos. Fui temprano a poner un certificado, porque después cerraba y se iba a hacer el reparto, y a mí me corría prisa mandar el paquete. Ya hacía un año que nos conocíamos cuando pasó aquello.
Yo no había tenido novio antes, y a mis veinte años era una pavita, tímida e inexperta, de grades gafas y pelo siempre recogido en una coleta. Él era consciente de eso.
Aquella mañana, hablábamos mientras me pesaba el paquete para poner los sellos, en la parte interior de la oficina. Me dijo que no me había visto nunca sin las gafas, que si las tenía que llevar siempre, y una cosa llevó a la otra. Total, que lo dejé que me las quitara. Lo hizo con total suavidad, como en una caricia, que me erizó por completo el vello de los brazos, sintiéndome ruborizar. Por supuesto, él lo notó de inmediato y aprovechó para tocar mi pelo.

- Lo tienes precioso Encarni. ¿Me dejas que te lo suelte un momento? Anda mujer..., concédeme ese deseo, no te hagas de rogar.

Y como el que calla otorga, y yo callaba...
Tras soltar el coletero, siguió acariciando, con esas manos oliendo a perfume de hombre, mezclado con tinta y papel. Y su boca se acercó a mis labios temblorosos, y aquello se nos iba de las manos, si no hubiera sido por un carraspeo y unos golpecitos en la puerta.

- ¿Ricardo, ha salido ya el correo esta mañana?

- No. Está por llegar la camioneta todavía.

- Vaya, entonces vengo a tiempo.

Y salimos los dos como si hubiéramos matado a alguien allí dentro y lo hubiésemos descuartizado.

A partir de ahí, se entiende que ya éramos novios oficiales. Yo esa noche no pegué ojo, claro está. Recuerdo que me daba vergüenza contárselo a mi hermana, porque sabía que me echaría la bronca. Ella era mayor que yo tres años, y llevaba saliendo con Manolo desde los dieciocho. Tan resuelta siempre, tan espabilada, el ojito derecho de mi padre, que la ponía siempre de ejemplo de virtudes... Y así le puso en la pila bautismal, Virtudes.

Ricardo y yo no llevábamos ni cuatro meses de relación oficial cuando me llevé el sofocón de mi vida. A mí precisamente, me tenía que tocar pasar por aquella situación. Mi hermana liada con los preparativos para su boda, hecha un manojo de nervios. Mis padres, ahorrando para el convite y los trajes, y voy yo, así como quien no quiere la cosa y me presento con un bombo. ¡Que disgusto más grande en la casa!



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SEGUNDA PARTE

¿Pero como se puede ser tan cateta y tan tonta?, me decía mi hermana entre lágrimas de rabia y dolor. --Sí apenas os conocéis boba, como vas a atarte así de por vida a ese hombre.

Yo, agachaba la cabeza, avergonzada y pesarosa y solo alcanzaba a decir que nos queríamos.

--Tú eres tonta. Sabrás tú lo que es querer. Ese Ricardo lo que es un aprovechado. Se cree muy listillo y no tiene dos dedos de frente. ¡El disgusto que le has dado a papá y a mamá!

Ricardo fue el primero en enterarse. Sabía que yo estaba muy preocupada porque no me venía la regla y estaba nervioso. Me dijo que no me preocupara, que daría la cara ante mi familia y que nos casaríamos, que ni al niño ni a mi nos iba a faltar de nada.
Mi padre estaba en plan acérrimo, era de entender, mi hermana se iba a casar en primavera y estaban ahorrando para la boda. Ahora todo cambiaba sus planes.
Mi madre, trabajaba limpiando en la casa uno de los señoritos del pueblo y la pobre, hacía de un duro dos cada mes, a costa de sus dolores de espalda.
Mi padre era agricultor. Tenía unas parcelas de tierra arrendadas y una mula torda con la que las araba. Ni mucho ni poco teníamos, pero eramos felices, que por aquella época ya era mucho.
La boda de Virtudes se suspendió, claro está, y sus cosas, pasarían a ser para mí, a dolor de su corazón. Pero a Manolo, su novio, le salió un trabajo en Barcelona y se fue, en busca de un mejor futuro para los dos, con la promesa de que volvería en cuanto que reuniera lo suficiente para la boda y entonces los dos se irian allí.
Mientras, yo seguía engordando. Mi cintura se perdía en unas redondeces insospechadas, de la misma manera que Ricardo se perdía por las calles del pueblo con su cartera repleta de cartas.


CONTINUARÁ...?!

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