miércoles, 1 de febrero de 2017

ESPACIOS VACÍOS...



Miraba la llama parpadear entre las sombras, en una danza saltarina, monótona y crepitante. 

No todos los sueños terminan al abrir los ojos..., otros terminan incluso antes de que  estos se acaben de cerrar.  
El frío de la estancia parecía reconcentrarse alrededor de su cuerpo, que a ratos tembloroso, se frotaba con sus propias manos.
La tarde se iba, gris y fea, entre nubarrones grises y un fino viento que se metía por los huesos sin piedad. El silencio era absoluto, dentro y fuera. 
Decidió salir a caminar, así sin rumbo fijo, dejando que su mente vagase al compás de su cuerpo, a donde le llevasen sus pies.
Los semáforos cambiaban de color a su paso en una sinfonía sorda de colores, mientras ella cruzaba calles sin pararse a mirar. Las bocinas de los coches se desataban con estrépito, en una marabunta desordenada y ella seguía su paso, sin inmutarse.
Había pasado alguna que otra vez por aquella zona de la ciudad a la vuelta de su trabajo, siempre en el autobús de línea, siempre a la misma hora, en el mismo asiento, con el mismo cansancio en los ojos. 
En la esquina de una de las calles principales que daba a la plaza, señorial y altivo se alzaba un gran edificio. Era un hotel antiguo, abajo, en la zona orientada al sur. Tenía la cafetería, coqueta e iluminada con unas grandes cristaleras a través de las cuales, en los días de sol, todo resplandecía de un modo increíble. Decidió entrar.
El suelo era de madera, se notaba en él el paso de los años, pero a pesar de ello, estaba muy bien conservado y muy limpio, casi con el brillo de un espejo. 
La barra estaba de frente a las cristaleras, amplia y clara, de mármol rosa y madera y todo estaba colocado detrás de ella con un gusto exquisito. 
Había unas cuantas mesas bien distanciadas unas de otras, reservando la suficiente intimidad de los usuarios, a veces tertulianos, otras parejas de novios, o incluso algún solitario empedernido, de los que busca el retiro y la observación sin que nadie le incomode.
Buscó la más retirada, una mesita redonda, con el pie de forja oscuro y la encimera de mármol rosa.  Aunque la verdad, aquel día no había mucha gente, la tarde no invitaba a salir de casa. 
Se sentó allí, junto a las grandes cristaleras y se dispuso a observar el paso de los escasos peatones, así, sin prisa, como si tuviera por delante todo el tiempo del mundo.
Nadie la esperaba en casa. Ni siquiera llevaba teléfono consigo, tan solo unas monedas en el bolsillo que le darían justo para ese café.
- Buenas tardes. ¿Qué va a tomar?
- Me pone, por favor, un café con leche bien caliente.
- ¿Desea usted algún pastel para acompañar el café?
- Muchas gracias, de momento el café es todo.
El camarero estaba vestido elegantemente y con una pulcritud intachable, era educado y simpático y parecía conocer muy bien a los que frecuentaban el local.
La señora de la mesa contigua le llamaba por su nombre, con familiaridad:
- ¿Carlos has visto esta tarde a mi marido por aquí? 
- No Marta, creo que esta tarde ya no vendrá, él suele venir más temprano.
Ella era una mujer de unos cuarenta, rubia y muy bien arreglada, iba acompañada de su hija pequeña y una amiga y llevaban un perrito. Hablaba por los codos, con un tono de voz bastante alto y creo que no le importaba en absoluto si la gente de alrededor se enteraba de sus temas de conversación, al contrario, creo que necesitaba ser el centro de las miradas. Sonreía en exceso e incluso, dejaba escapar alguna palabra mal sonante con toda naturalidad. La niña era una preciosidad y no paraba de jugar con su perrito, era una estampa encantadora aquella.
Se había puesto a llover, así es que algunos transeúntes, entraron buscando refugio mientras en la calle se encendían las primeras farolas. Estaba a punto de levantarse para marcharse, el agua de la lluvia le vendría bien de camino a casa. Al levantarse se encontró frente a frente con una cara que le era familiar, no supo que decir mientras aquél hombre la miraba de pie frente a ella, silencioso durante un momento.
- Me permite que me siente y la invite a un café.
- Es tarde. Ya me iba.
- Estoy de paso en la ciudad. Será un momento. No me diga que no, por favor.
Bajó la mirada al tiempo que volvió a sentarse algo apurada, casi nerviosa, porque a pesar de que le resultaba conocido, no lograba del todo recordar.
Él pidió dos cafés y a ella, el eco de su voz le resonó en lo más profundo de las entrañas. Volvió a mirarle a los ojos, despacio, mientras él le sonreía, con esa sonrisa pícara, con esa mueca inconfundible. 
El camarero trajo los cafés y los dejó sobre la mesa, sus manos se rozaron levemente al coger las tazas y el mundo se tambaleó bajo sus pies. Durante tanto tiempo ella había escrito, como si no tuviera otra forma de llenar los espacios vacíos de su vida, esos, que se encuentran en todas las cosas rotas.

Airam E. M.


(Imagen tomada de la red)

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