jueves, 30 de junio de 2016

POR LAS SENDAS DE LA VIDA...



Hacía mucho tiempo que no transitaba ese camino. 
Había decidido tomar otros senderos algo diferentes, por variar, para descubrir nuevos paisajes, disfrutar de vientos más frescos y livianos.
Dicen que todos los caminos conducen a Roma… ah… ¡Roma! ¿Quién quiere ir a Roma? Yo prefiero caminos de cabras, enterregados y pedregosos, llenos de matojos y retamas, con olor a jara, adelfa y tomillo y con el sol poniéndose entre los montecitos perdidos a lo lejos, en el horizonte.
Los caminos no son todos iguales, incluso el mismo camino, no es igual todos los días. 
Los caminantes se pierden, mientras suben y bajan cuestas, en sus propios pensamientos. Divagan y vuelven atrás la mirada, con la mano en la frente, con la mirada vacía y a la vez repleta de soledad y de nostalgia.
Decidí que no iría más por allí, le puse vallas altas y sembré ortigas y cactus a la entrada de dicho camino. 
Llovió, nevó, sopló el más brusco de los vendavales y arrancó de raíz todo a su paso.  Arrastró hojas y ramas secas, partió troncos milenarios y desenterró semillas y brotes nuevos.
El sol volvió a brillar tras la tormenta y la calma sucedió a la tempestad, como siempre, después de llover, escampa.  
De repente, un día, sin pararme a pensarlo, me vi de nuevo frente a aquella senda. Había cambiado. Era de nuevo diáfana y atrayente. Era distinta. Me pareció misteriosa incluso y desconocida. No cantaban los pájaros allí. 
Seguí subiendo, bordeando el serpenteante camino. Los rayos del sol se colaban por entre las ramas de los arbustos, cerré por un momento los ojos y dejé que la suave brisa moviera mi pelo y me envolviera en sus increíbles aromas. Respiré hondo.
Abrí la verja que separaba el sueño de la realidad y seguí caminando, despacio, sin prisa, pero sin pausa. Era media mañana ya. 
Una voz interior me pidió que no siguiera caminando, que parara y me diese la vuelta, que marchara de allí. Aún faltaba un último paso, la cumbre, la cima, pisar la colina y poner la bandera. Pero yo no llevaba bandera alguna. Mis bolsillos estaban vacíos, como siempre. Mi mente clara. Las competiciones no se hicieron para mí, yo voy a mi paso. Las palabras que digan los demás no van conmigo, voy por libre, una vez más.


Había dos bicicletas amarillas al final del camino, una tirada en la tierra, la de él, la otra, adornada y bien parada, haciendo de mesa para las cosas que llevaban en su ruta, la de ella. No andaban muy lejos de allí, contemplando el paisaje, disfrutando de las vistas desde lo alto. 
Ni por un momento se me ocurrió llamar su atención. Seguí mi camino sin frío ni calor. Bajé la cuesta, cerré la verja y suspiré. Todo estaba en orden, el viaje continuaba.

Airam E. M.

(Foto de la red)

2 comentarios:

  1. Cuando algo logra transmitirme desasosiego y serenidad a la vez, es que algo bueno se está cociendo en la marmita; y esta sopa de letras que has cocinado, lo ha hecho. Calma, al principio; un pelín de inquietud, después; más tarde curiosidad; y, al final, un triunfo casi total de la libertad.
    Sigue cocinando, amiga; que cada día pones mejor el punto de sal.

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  2. Que bien sienta tu comentario. Es como ese postre, que después de comer un guiso raro, como este mío, que a veces no entiendo ni yo, te termina dejando buen sabor de boca y ayuda a hacer una buena digestión.
    Muchas gracias Luz.

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